Quiero escribir sobre el perdón. Para no decir que quiero pedirte perdón y ya no sé cómo o más bien no entiendo muy bien qué es. Quiero como las plegarias repetir las palabras hasta que muestren su devoción, como los hechizos, repetir los sonidos hasta que causen efecto, hasta que se haga su voluntad. Perdón, tuve que haber comenzado con esta palabra.
Espero entiendas que cuando hable sobre el perdón en esta carta mi esfuerzo en realidad es disculparme contigo.
Digo perdón y pienso en Dios. Esta es mi educación, está escrito en mi nombre. “Dios discúlpame porque he pecado”, oigo en mi cabeza en consecuencia. El perdón para mí, en primera mano, tiene que ver con el pecado y la absolución. Nacemos pecadores y al mismo tiempo Jesús ha muerto para perdonarnos. Por venir al mundo ya debería pedir perdón, mi existencia es en mayor o menor medida un sufrimiento para otros. Un sufrimiento del que debo avergonzarme. Pero no hay de qué preocuparse, aunque debo disculparme por nada más nacer y existir, el perdón ya me está concedido. “Es mejor pedir perdón que pedir permiso”.
Ahora sí, con esta educación, al compartir un espacio tengo la certeza que haré sufrir a los demás, pero no pasa nada porque confío que el perdón me está dado. Entonces cuando alguien me dice en voz alta el daño que he hecho sé que al disculparme me perdonará, no me es posible imaginar recibir un “no te perdono”. E incluso cuando la otra persona vea que sus palabras también me hicieron daño se disculpará y yo le perdonaré igual. En realidad, así fue mucho tiempo para mí, pensaba que existir era herir y que el perdón estaba dado desde antes, que las disculpas eran simples ritos, como quitarse las lagañas.
Las disculpas eran nada más que reconocerse humano, como al tomar agua o bañarse.
Muchos años vi así al perdón.
Recuerdo la primera vez que al disculparme con un amigo este me respondió: “Está bien, te perdono”. Y hubo silencio. Yo esperaba que se disculpara porque sus palabras me habían herido al mostrar mi capacidad de hacer daño. Pero no, solo lo aceptó.
Aunque suena ingenuo, por primera vez pensé en si el perdón era algo que no estaba dado, en sí de verdad podía decidir no darse o no. Fue un chiste, una broma que se me fue de las manos. ¿Pero ese no es el riesgo de la amistad, el riesgo de los chistes? ¿Qué al reírnos no sabemos que reímos porque podríamos estar en llanto o suspirando? Tal vez, pero ese no es el tema. Mis palabras habían ido muy lejos y me habían hecho consciente de ello. Podía seguir pensando que ese es el riesgo de querer y siempre va a pasar. Y puede que sea verdad, o no, pero creerlo da puerta abierta a no cuidar —porque qué más da si siempre dañaremos.
Que el perdón pueda darse o no permite que el amor sea un lugar al que se aspira, una utopía. Me explico, si cualquier acto será perdonado no hay porque aspirar o mantener más de lo deseado, si cualquier acto será perdonado entonces actuemos solo por placer. Pero si el perdón no está dado entonces apuntemos a un mejor lugar, un lugar donde hace más sentido vivir. Aunque nunca lleguemos, aunque la promesa del perdón nunca se cumpla, o mejor dicho siempre se rompa, al menos hay un sentido por el cual caminar. Hay un punto al cual acercarse o un punto del cual alejarse.
Recuerdo, también, la primera vez que me rechazaron una disculpa. ¿Ahora qué hago?, me pregunté, ¿disculparme por mis disculpas? Quise regresar el tiempo, aplicar cremas por meses a las cicatrices.
Me fui en el peor momento, hui de ese hogar que llamo amor porque yo no perdonaba ni era perdonado y al irme no tuve el perdón de nadie, ni el tuyo o el mío. Esto para decir que fui un animal herido huyendo porque escuchó vidrios rotos. Sin embargo, dentro había un par de huesos rotos que pedían cuidados. Pudieron decirme que esos vasos rotos eran porque había un brazo enyesado, pero era tarde, el sonido del sufrimiento me recordó al sonido de la violencia de mi pasado.
¿Recuerdas cuando estábamos cocinando y por descuido rocé tu mano con el filo del cuchillo? No fue una herida profunda ni nada, pero no quita que fue mi mano quien hizo el corte. Tal vez no era mi intención, pero no quita que no pensé en tu espacio, en ti. Y no es que porque el cuchillo tenga un mango y un filo ya vaya a cortar todas las pieles: es el no soltar el cuchillo después de picar la cebolla, es no tomárselo en serio.
En realidad, daba igual si me hubieras disculpado o no en ese momento, daba igual si me arrodillaba y lo repetía cien veces. Daba igual mi intención y daba igual si tú acercaste más tu mano buscando mi mano sin saber que aún cargaba con el cuchillo. Pudiste haberme perdonado o no, pero tal vez haga más sentido ir por el botiquín, limpiar la herida, aplicar una gasa y después cuidar la cicatriz. A veces pienso en el perdón como un permiso y aviso para aplicar alcohol a las heridas. A veces pienso en el perdón como la pregunta ¿estás bien?, al terminar de acomodar la gasa.
Pero no creo que sea ninguna de las dos. No creo se nazca con el perdón ni que es el permiso de acercarse de nuevo o de curar o reparar ni tampoco, el chequeo después del golpe.
No creo que sea un salto de fe ni lo que se dice después de no atrapar a alguien que se deja caer de espaldas esperando tus brazos.
Perdón, pero no sé muy bien qué es el perdón—ni cómo funciona o cuándo se usa. En este caso mi disculpa es por no saber, por reconocerme con límites. He prometido una cosa y finalmente no cumplo con mi palabra.
Es así que el mundo me demuestra que siempre hay excepciones a la regla, que las certezas no sobran. Y esta no es la excepción.
A veces creo que el perdón para mí es como la pregunta, ¿aún me quieres?
¿Me quieres, aunque llego tarde, aunque me pierda, aunque no haya llegado, aunque nos haya llevado a otro lugar de vacaciones del que querías, aunque no hayamos ido a esos lugares que planeamos? ¿Me quieres, aunque ya no este? ¿Me quieres después de todo?
Puede que el perdón sea donde se encuentran mis preguntas con tus preguntas. ¿Te quiero? ¿Me importas después de haber hecho esto que dije que no haría, aunque mis palabras fueron hipérboles del cariño? ¿Te adoro, aunque ya no escuchas mis rezos y mi devoción? ¿Te amo, aunque ya no viva en ese lugar que llamo amor?
Puede que el perdón sea el resumen de lo que nos hemos dicho. O puede que sea responder a preguntas con preguntas. O el esfuerzo de las palabras cuando se acaban por no acabarse.
O si las palabras dejan de tener sentido porque los actos muestran otra cosa de que lo que dicen, entonces el perdón puede ser el intento de las palabras de retomar su confianza, de decir que hay algo de verdad, aunque el mundo nos diga todo lo contrario, aunque todas las pruebas apunten que no existe una tal utopía.
Tal vez el perdón es la señal de que la vida continua y que en nuestras casas la vida sigue y se puede pasar cuando quieras y salir, igual, cuando se quiera. Tal vez el perdón es una llave. O no. Perdóname por no llegar a ningún lado.
En realidad, la carta tuvo que haber acabado hace ya un rato. Perdón por seguir, pero quiero entender. Quiero disculparme sinceramente. ¿Es el perdón el esfuerzo, e intentar una y otra vez? ¿Son las disculpas los fantasmas errantes que no pueden irse? No quiero irme sin antes no pedir perdón por las molestias, además de no haber cumplido con mis palabras —las de esta carta y las demás que he dado— y perdón por pedir perdón tanto en tan poco tiempo. Sé que cansa tener que dar tanto de ti también.
P.D. Si leíste hasta aquí, esta es mi absolución. Aunque nunca lo sepa.
(Perdón por no haberlo dicho antes).